Icono del hacinamiento, de la contaminación y de los atascos perpetuos, Ciudad de México ha asistido durante la pandemia al resurgir de las bicicletas. Miles de ciclistas se han lanzado a avenidas que hace poco eran territorio comanche, y las autoridades han entendido que el futuro de la movilidad pasa en buena medida por el poder del pedal.

En un semáforo de la avenida de los Insurgentes aguardan en bicicleta un panadero, un joven con gafas de pasta, un empleado de banca, un repartidor de comida y un afilador. En la esquina ameniza la espera un cantante ciego entonando a José José con un reproductor de CD colgado del cuello del que sale la melodía. El ecosistema urbano se detiene frente a un semáforo nuevo en la ciudad, una bicicleta iluminada en rojo. Hubo un tiempo en el que lanzarse con la bicicleta por Ciudad de México era tarea de valientes. Al tráfico infernal y agresivo se unían los 2.250 metros de altura en una de las urbes más contaminadas del mundo. Un simple paseo sería un reto pulmonar para el propio Fausto Coppi.


Pero desde que, hace más de un año, la pandemia aterrizó en la ciudad, algunas cosas cambiaron. Aunque la vieja Tenochtitlán sigue estando más cerca de los volcanes que del nivel del mar, el tráfico se redujo a niveles nunca vistos y, con él, también fue bajando la contaminación. En este intervalo, las autoridades construyeron una ciclovía en Insurgentes, la calle más larga de la ciudad y la única que cruza de norte a sur la megalópolis. Entonces, como el pasto seco sobre el que caen las primeras gotas tras el estiaje, comenzaron a florecer ciclistas de forma masiva. Mientras el tráfico rodado bajaba un 50%, la demanda de uso del sistema público Ecobici aumentó un 220%, según la Secretaría de Movilidad.

Los ciclistas que se detienen ante los semáforos en rojo coinciden en tres motivos: ahorro en combustible, miedo al contagio en transportes públicos y hacer el ejercicio que la pandemia no deja. En el aterrizaje en el carril bici, muchos descubrieron un lujo que no requiere inversión: la ciudad es plana. Se sitúa en el segundo altiplano más grande de América después de Bolivia.

En las últimas décadas, en el continente americano se han desarrollado proyectos urbanísticos como el Metrocable de Medellín, en Colombia, que une los barrios populares con la ciudad, o la rehabilitación de La Habana Vieja, en Cuba, que ayudaron para cambiar el rostro de un país. Pero hay otros aparentemente menores, como la inauguración de la biblioteca García Márquez en el centro de Bogotá o el arreglo del centro de San Salvador, que tienen la capacidad de activar otras fibras y servir de motor de cambio. Es el caso de los 54 kilómetros de la ciclovía de Insurgentes. El desafío, sin embargo, no es una cuestión de presupuesto, sino de cálculo político. En otros tiempos, un gesto así, asfixiar la principal arteria que comunica de punta a punta la ciudad pocas semanas antes de las elecciones intermedias del 6 de junio, hubiera supuesto un serio problema político por la agitación que provoca entre los automovilistas.


Durante mucho tiempo, a los locales les gustaba presumir de los récords de Ciudad de México: la más grande, la más poblada, la más contaminada, la que más gente mueve en el metro, la que más coches tiene. En el recuento de mitos se incluía a Insurgentes como la calle más larga del mundo argumentando que es parte de la carretera Panamericana que une de punta a punta el continente. Trampas aparte, con casi 30 kilómetros, Insurgentes suele aparecer en las clasificaciones como la cuarta calle más larga del mundo después de Yonge Street de Toronto (56 kilómetros), la avenida de Rivadavia de Buenos Aires (35) y la de Roskildevej de Copenhague (31).

A su paso por el centro de la capital mexicana, Insurgentes es una frenética arteria con cuatro carriles de ida y cuatro de vuelta. Símbolo de la modernidad que se quería mostrar al mundo durante los Juegos Olímpicos de 1968, recorrerla es cruzar parte del cerebro financiero del país. Una avenida jalonada de grandes edificios de oficinas y emblemas culturales que comienza en los Indios Verdes esculpidos por Alejandro Casarín y que recuerdan el México prehispánico. Sigue por el Monumento a la Revolución ordenado por Porfirio Díaz y pasa por las colonias Juárez, Roma o Condesa. Insurgentes bordea el parque Hundido y el Polyforum Siqueiros y su impresionante fachada, pintada por el famoso muralista. La avenida termina en la Ciudad Universitaria y desde la misma se puede apreciar el trabajo del arquitecto Mario Pani y los murales de Diego Rivera y Juan O’Gorman. Concentración de vida, cultura y economía.

Hace 16 años todo empezó a cambiar. En 2005, cuando el actual presidente de México, López Obrador, que por entonces era alcalde de la ciudad, inauguró el Metrobús, un sistema de transporte que recorría Insurgentes reemplazando las viejas camionetas que competían por el pasaje en vehículos enanos y malolientes por impecables autobuses Volvo, con conductores profesionales y paradas definidas. Fue una revolución. Aquello provocó protestas, pitadas y airados reclamos de los automovilistas hasta que se confirmó lo obvio: el Metrobús mueve 10 veces más personas por minuto que el tráfico de coches. El pasado 27 de marzo llegó el golpe definitivo: la alcaldesa de la ciudad, Claudia Sheinbaum, anunció que se haría definitiva la ciclovía que inicialmente se construyó de forma temporal durante la pandemia, lo que completa un circuito de casi 300 kilómetros de ciclovías. Sin excesivo ruido, la calle más larga de la ciudad quedó reducida a dos carriles de vehículos que se asfixian a vuelta de rueda entre bicis y el Metrobús.

A pocas cuadras de ahí, en la calle de Coahuila, Alberto Pérez, Toto, no para en su taller de bicicletas. Sentado en una caja mientras engrasa una cadena, describe un fenómeno del que se siente protagonista. “Hay un bum por la bicicleta y mucha gente que tenía sus bicicletas arrumbadas y llenas de polvo las trae para ponerlas a punto”. Toto forma parte de una industria nacional que vivió años de esplendor en la década de los sesenta y setenta y que ahora resurge en pequeños talleres. “Se ha disparado la demanda, y el perfil también ha cambiado. Ahora la gente conoce los nombres, las piezas, los recambios que requiere, o me piden que les enseñe”, explica mientras ajusta unas zapatas en su taller Rueda Libre. “En la colonia Roma, hace un par de años había 4 talleres y ahora hay 16”, añade.

Según Bernardo Baranda, director del Instituto de Política y Desarrollo, una organización privada dedicada al estudio de la movilidad, la importancia de intervenir Insurgentes radica en su carácter “emblemático”. Según Baranda, ante cualquier cambio se produce siempre la misma reacción: primero incredulidad, luego cuestionan la decisión, después las críticas y finalmente terminan adaptándose. “El tráfico se comporta como el gas, no como el agua, y se adapta a otras vías para fluir”, dice. Según sus datos, desde el inicio de la pandemia en Insurgentes aumentó un 40% el número de ciclistas diarios al pasar de unos 1.800 a más de 3.000. Otro ejemplo es la avenida de la Reforma, la elegante arteria que discurre frente al castillo de Chapultepec y las embajadas de Estados Unidos o Japón, entre otras, que pasó de contabilizar 120 ciclistas al día en 2008 a más de 5.000 este año.

Hasta 1930 la capital de México era una cuidad de poco más de un millón de habitantes con avenidas y parques bien diseñados donde la bici era habitual. La llegada en 1952 del fabricante italiano Giacinto Benotto, fundador de una de las marcas más vendidas del país, impulsó una industria nacional que vivió su época dorada. De aquel tiempo es Bimex, una de las fábricas de bicicletas más antiguas del país, adquirida por Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo, en 1986.

Con la llegada “de la modernidad y el progreso social”, como dice el candidato del PRI en la película La ley de Herodes, en los años sesenta el coche irrumpió con fuerza. A los Juegos Olímpicos se unió el bum petrolero, la bonanza económica y el famoso “administrar la abundancia” del presidente López Portillo, que dieron paso a una capital volcada en las infraestructuras que levantó sofisticados puentes, ejes viales y anillos de circunvalación para prepararse ante la masiva llegada del vehículo.

El coche se impuso como símbolo de estatus social y, poco a poco, fue orillando “a la bicicleta, que quedó para los jodidos”, dice Paco Santamaría, un usuario que diariamente iba de Polanco a San José Insurgentes en coche, pero decidió venderlo para reducir gastos después de tener que cerrar sus oficinas debido a la pandemia. “Durante mucho tiempo se utilizó la expresión ‘pueblo de bicicletero’ en referencia a los municipios subdesarrollados en contraste con la modernidad de la capital”, señala Santamaría. “Pero a mi edad, esas cosas ya no me afectan”, añade.

En el extremo norte de Insurgentes, la estación de Buenavista es un símbolo de eficacia que integra tren de cercanías, autobús y bicicleta. A la vieja estación del norte de la ciudad llegan cada día decenas de trenes del extrarradio. Desde la periferia de cemento, antenas y tinacos llegan miles como Alejandro Almaraz, de 42 años.

Almaraz vive en Tultepec, un municipio a 40 kilómetros de Ciudad de México, y gracias al biciestacionamiento puede tener dos bicicletas. Una que le lleva de su casa a la estación de Tultepec y otra con la que se mueve por la capital hacia su trabajo en una agencia de publicidad. Su objetivo es claro: reducir gastos. “Ha subido mucho el transporte, pero gracias a la bicicleta logro ahorrar casi 10 pesos todos los días. Al principio me guardaba el dinero del pasaje, y con ese dinero, un año después, pude ahorrar para comprar las bicicletas que tengo ahora”, dice. “Si hiciera en carro ese trayecto, tardaría dos horas y gastaría 200 pesos (unos 8 euros) de gasolina; sin embargo, de esta forma tardo una hora y 10 minutos y gasto unos 37 pesos (1,50 euros)”, explica apoyado en su modesta bicicleta.

Cuando se reúnen los alcaldes de las principales ciudades del mundo, la alcaldesa de Ciudad de México, Sheinbaum, siempre dice que la megalópolis pospandémica será más participativa, más humana, con mejores sistemas de salud y enfocada a la movilidad. El resurgimiento de la bicicleta ha logrado unir esos cuatro conceptos en un objeto con dos siglos de vida.

En la calle de San Pablo, la calle del Centro Histórico donde se concentra el gremio de las dos ruedas, Valeria Sánchez, dueña de la tienda Bicla Bike, admite que la pandemia ha sido como la lotería para el sector. “El 2 de abril obligaron a cerrar todos los negocios, pero llegaba gente a cualquier hora a la tienda o nos llamaban y la demanda crecía y crecía, así que empezamos a vender bicicletas a puerta cerrada”, dice sobre la nueva edad de oro. Antes de la pandemia vendía 10 bicicletas diarias y ahora vende entre 15 y 20. “Ya no es un lujo, es una necesidad”, resume.

Con manchas de aceite hasta las cejas, Rolando Morales ajusta desde el suelo un cambio de marchas recién comprado. Morales ha improvisado en plena calle un taller en el que emplea a su cuñado, a un amigo y a su esposa, que coloca sin descanso radios en las ruedas. Incluso un hombre en silla de ruedas hace fila esperando su turno. “Yo era mecánico eléctrico, pero el carro ya no jala, no tengo clientes; en cambio, mire aquí qué bien me va”, dice señalando a la media docena de clientes que aguardan pacientemente. Poco a poco, Ciudad de México sale de la unidad de cuidados intensivos después de un año que permitió descubrir que para recuperar a un enfermo hay terapias con caballos, con delfines y con bicicletas.// El País

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